Pero, además, tenemos también aquellos casos de uso ambiental de la música cuyo control escapa a sus destinatarios finales. Se trata de aquellas músicas que con tanta frecuencia se enseñorean de los espacios públicos. La música del restaurante, la que oímos en nuestras transacciones bancarias o en la zapatería que visitamos en la temporada de rebajas. Se trata de músicas que han sido programadas para nadie en particular y para todos en potencia. Están ahí sin que las hayamos solicitado; las escuchamos o no les prestamos la menor atención. Son las músicas invisibles. De hecho, en nuestra vida cotidiana escuchamos música en muchos más casos de los habituales en los que vamos al concierto o nos servimos de la radio o el tocadiscos
Hoy día, las ocasiones en las que en nuestro deambular urbano nos topamos con estas músicas invisibles son ya innumerables. Nos acechan en las empresas, oficinas, comercios, estaciones y aeropuertos, en la sala de espera del dentista, del médico o del abogado, en los ascensores, en los grandes supermercados y en los oscuros parkings subterráneos, en los hospitales, en los hoteles... Está claro que las músicas que escuchamos en cada una de estas ocasiones pueden ser muy diferentes. Pero ello no es quizás tan importante. Su manera de difusión y las funciones que les otorgamos hacen que todas ellas puedan ser entendidas bajo una misma etiqueta: las músicas ambientales, un exponente más de los grandes cambios que ha experimentado la sociedad en sus relaciones con la música.
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